¿Empezaría todo así, Macareno?

2 enero 2013
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 Eran días mustios de primeros de diciembre. Ya se adivinaba el invierno en Sevilla. Corría el año 1620 aproximadamente,  en pleno apogeo de la ciudad. Atrás iba quedando un otoño húmedo, ventoso, desapacible y que seguramente fue más crudo de lo normal.

En una vieja casa de la calle Pozo y en pleno barrio de la Feria, vivía un hombre de nombre Joaquín con su esposa llamada Esperanza. Ambos tenían un hijo, de nombre Diego, de una frágil salud pese a su juventud. Aun no había cumplido las veinte primaveras.
Joaquín tenía un taller de carpintería en el bajo de la casa donde moraban. Allí y con la ayuda de su hijo Diego, al que le entusiasmaba trabajar con la madera, como aprendiz, se ganaba el sustento de su familia con el trabajo realizado a través de encargos de arcas, mesas, sillas y demás enseres para vecinos, mercaderes, iglesias y conventos de la zona que apreciaban el buen trabajo de Joaquín. Con el paso del tiempo la salud de Diego iba empeorando día tras día, pese a la dedicación y cuidados que su madre le prestaba.

El temor fue apoderándose de sus padres al ver que su hijo enfermo y sin apenas fuerzas se iba apagando poco a poco. Su rostro pálido y demacrado, apuñalaba el corazón de su madre, que  no se separaba de él ni un solo instante. Su padre mordiéndose los labios seguía trabajando entre tenazas, azuelas, garlopas, escofinas y gubias que abarrotaban  el taller, que ahora  se le hacía demasiado  grande.

Un día mientras Diego reposaba en su lecho y  escuchaba a su madre sentada junto a él, como durante tantas horas y tantos días, en la oscuridad del dormitorio, observó cómo unos tímidos y tenues rayos de sol, traspasaban la diminuta ventana, e iluminaban la cara de su madre. Y por primera vez, pudo ver la amalgama de amargura, desesperación, dolor, abatimiento…dulzura, amor, esperanza y lágrimas (aunque quisiera disimularlas secándolas con un pañuelo) que revelaba su rostro. Ella presagiaba un final cercano.

 El cuerpo de Diego se estremeció hasta lo más hondo de su alma, y sacando fuerzas de donde no la había, le dijo a su madre que quería bajar al taller, ésta intentó de convencerle para que así no fuese, y el insistió de nuevo.

Joaquín al ver a su hijo, sorprendido intentó ayudarle, éste le dijo: “padre deme un gran trozo de madera noble y un juego de gubias”. El padre no preguntó, he hizo lo que su hijo le había pedido.

Diego ante el asombro de sus padres, empezó a tallar la madera con las pocas fuerzas que aún le quedaban, golpe a golpe,  y modelando en él,  el reflejo de la dulce cara de su madre. Les pidió que se fueran a  descansar. “Yo me quedaré aquí hasta tarde. Estad tranquilos  y no os preocupéis por mí, me encuentro bien”, susurró.

A pesar de ello, sus padres estuvieron toda la tarde y toda la noche en vilo. Mientras él seguía tallando a golpe de gubias. Eran gubias Celestiales que reflejaban el dolor y la sonrisa, la alegría y la pena. Ambas cosas a la vez. Pasaron las horas, la madrugada, y Diego con sus últimos alientos de vida, seguía limando y perfilando los rasgos del  rostro más divino y hermoso de mujer que jamás una persona pudo sacar de un trozo de madera. En él  dibujó el dolor y a la vez la sonrisa de su madre. Casi al alba, pudo contemplar con todo el amor del mundo la sublime belleza de la talla realizada con sus angelicales manos. Acariciándola,  la besó, suspiró, sonrió y la cubrió con un velo de seda blanco. Y Diego…dejó de respirar, sin no antes decir: “Madres habrá pero como tú ninguna”.

Pasaron los  meses, y unos frailes del convento de San Basilio, ordenados por el prior, fueron a recoger una mesa que se le había encargado a Joaquín. Al entrar éstos en el taller, se fijaron en una talla, que estaba cubierta con un velo. Al preguntar uno de ellos qué se escondía tras ese velo blanco, Joaquín, respondió girando la mirada hacia un lado de la habitación, que la hizo su hijo antes de morir, y que aún no la había descubierto. El religioso miró hacia el mismo lado  y vio a Esperanza, sentada en una silla con la mirada hacia el suelo y murmurando a solas. Con mucho respeto, dirigiéndose a ella, le pregunto si podía retirar el velo, ésta, asintió con la cabeza. Y mirando a Joaquín en todo momento, y con mucha delicadeza, dejó caer el tupido velo.

El fraile sobrecogido, tembloroso, fascinado y sin poder articular palabra ante tal derroche de amor y belleza, miro a la señora, y esta, incorporándose con bondad y humildad, manifestó: “llévensela al convento, que sea de este barrio, guárdenla y cuídenla como oro en pan, que lo que mi hijo hizo  perdure por los siglos. Y proclamen por Sevilla y el mundo entero, el amor, la ternura, la dulzura y la ESPERANZA que él reflejó en ELLA”.

¿Empezaría todo así, Macareno?


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