Villa Esperanza

23 diciembre 2015
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Describir lo que es rozar el cielo sin levantar un pie de la tierra es como pretender llamar a las puertas del Reino sin creer en su divina inocencia.

La noche estaba en calma, sobre un angosto frío y bajo un cielo repleto de mil luceros de esperanzas que ahogaban la espera ante la cancela que custodia la casa de la sevillana más perfecta. La vecina aún dormía, reposando, cogiendo fuerzas para una larga noche que entre cantes y azucenas viviría como cada año por estas fechas en las vísperas de un santo que calma al mundo y alegra el alma… Razones como ninguna para tan excelsa fiesta que en Sevilla brota por los soportales de la romana eterna.

Detrás del paraíso más sublime, tras aquella magnificada ventana donde pervive la emperatriz de cielo y tierra, hay un terreno fértil y tan humano como el melancólico y primaveral llanto de la mujer que aquí nos llama para concelebrar la fiesta más flamenca, más gitana, y ante todo más sencilla y más humilde que una reina nunca antes festejara. Allí había un patio con cientos de macetas, decenas de geranios y un olor florido entre jazmines y damas de noche. Pero macetas de las de antaño. Nada de Ikea, ni chinos rancios. Barro, sólo barro cocido; de las que te raspan si les pasa la mano. Todas alzadas sobre una rústica solería y en unas paredes envueltas por las cerámicas florales del corazón de Triana. En Villa Esperanza había un patio tan sevillano que no faltaba ni el detalle de un azulejo cerámico con la cara de la Macarena.

Hubo que esperar, el tiempo justo, porque ella estaba humanizándose. Vestida con la bata cigarrera de la mujer trabajadora y un tocado sencillo para cubrir el rostro ante el relente de la noche. Y llegó la hora. O mejor dicho, se detuvo la hora porque el tiempo dejó de ser tiempo en el preciso instante que aquella puerta de madera con ribetes verdes de esperanza anudó el centenar de gargantas que allí aguardaban la llegada de la anfitriona. Reventó el sonido por el estruendo del silencio más dulce. Los párpados quebraron para nunca más cerrarse. Nadie ni nada importaba ante tal fúlgida elegancia y tan divina presencia.

Y se asomó al balcón donde la mujer solloza ante las pasiones humanas, frente el dolor de los vecinos que la quieren, que la aman. Pero en su sufrimiento ella sonríe para reflejar en los espejos cristalinos de los ojos que la llaman que tras su esencia está el camino y la razón de su esperanza. Y el alma de Juanita Reina la recibió con la copla coplera que tantas noches retumbara en ese patio de vecinos donde hasta una candela exclama la pureza que la abriga con la carne más humana.

Nos recibió con mil besos y un “buenas noches”. Y no dudó en bajar esa escalinata de balaustrada campera para hacerse una más entre el cariño fragante de la gente. Bajó. Y tanto que bajó a la tierra donde los hombres lloran y las mujeres gobiernan. Bajó a su fiesta, a celebrar el gozo de un nombre que sólo al pronunciarlo llena y que poco más falta que una mirada para decirle lo que tantos corazones encierran.

Sonrisas, lágrimas de ilusión, palmas y mucho compás. Así se vivió, viví junto a la mujer de mis días, la fiesta nunca jamás contada, imborrable hasta la eternidad, de la sevillana más buena y guapa, más celestial y humana, en la casa donde hasta Dios se cobija para vivir en la villa de la divina Esperanza.

Moisés Ruz Lorenzo.  Sevilla, 17 diciembre de 2015

http://andaluciainformacion.es/cofrade-sevilla/557319/villa-esperanza/


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