Ubi Sunt macareno

29 marzo 2016
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¿Dónde está la cera perdida que sirvió para esculpir esa estatua sin volumen que llamamos Madrugada? ¿Dónde fue a parar ese goteo verde de los últimos cirios, pinceladas de un cuadro imposible de Pollock sobre el lienzo horizontal de Feria y Correduría, de Sierpes y Trajano? ¿Dónde están las flores que cambiaron la calidez de la orfebrería por el frío de ese mármol yerto, huerto de claveles marchitándose en el calor sin brasas de la memoria? ¿Dónde suenan los golpes del dragón de plata que anunciaban el estremecimiento de esa levantá que sirve para poner en contacto el palio con el cielo? ¿Dónde quedaron esos movimientos de las caídas caladas para que la luz de las velas salga de noche, para que el sol altísimo de la Resolana se cuele en el patio de esa casa de vecinos que es su paso? ¿Dónde brillan las conchas de la fertilidad y los acantos de la eternidad? ¿Dónde ciegan las pupilas invertidas de las mariquillas, esas cinco rosas prendidas en el dolor de su pecho? ¿Dónde está todo lo que pasó?

La ciudad guarda lo mejor de sí misma en la memoria de los que viven para evocarla. No hay nada más barroco que el palio cansado de la Esperanza en la tarde del Domingo de Resurrección. Todo ha pasado y todo queda. El ubi sunt que empleaban los romanos para preguntarse por el tiempo perdido se hace presente en la basílica. Proust en la calle Bécquer. Queremos recuperar el tiempo perdido y ganado, pero es imposible. Aquel sueño se desvaneció cuando el mediodía clavó su rejón de luz absoluta. Las sombras se disiparon. Todo era tan transparente que todo se evaporó.

Ahora, al tercer día, resucita el rostro adolescente de la Muchacha que sigue cumpliendo diecinueve años. La Semana Santa se queda a vivir en ese atrio de los gentiles que buscan -que buscamos- a Dios entre las dudas y la certeza. Allí dentro no hay lugar para la desesperación. Quien perdió la esperanza vuelve a encontrarla entre esos muros de arena fina. De frente o de perfil. Barroco en esencia de contradicciones que nos llevan desde el extremo de la vida a las simas de la muerte. Ciudad que alcanza su cenit en este silencio imantado tras haberse desparramado por bullas chabacanas, por griteríos vulgares, por el fachadismo de una fiesta hueca que a menudo se queda en la carcasa de lo vistoso, en la envoltura de la nada.

Ir a la Macarena es reencontrarse con uno mismo, descubrir los anhelos que aletean en el corazón, luchar contra la espada mellada y cenagosa del desengaño. Ir a la Macarena es regresar al agua limpia de la infancia, asomarse a ese pozo y a ese huerto donde siempre florece el naranjo que nos aguarda con su sombra protectora. Allí, en la tarde soleada de la Pascua, todo se hace visible y discreto. Brilla el tisú con el sol que le dio en la calle Feria. Suena el eco de Cebrián. Alguien escucha los versos que apuntan el arranque del soneto. «El fuego se apagó. La cera inerte / proclama la verdad de tu hermosura. / La cima es el abismo de tu hondura, / Vencedora del tiempo y de la muerte».

Por Francisco Robles, 28 de marzo de 2016

Publicado en sevilla.abc.es/pasionensevilla.


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