El milagro de la calle San Luis

29 diciembre 2016
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Apuraba la exigua lata de anchoas sentado en una esquina de la estrecha callejuela que comunica las calles San Luis y Bordador Rodríguez Ojeda. Su espalda descansaba en los siglos del templo de Santa Marina y aquel almuerzo, en soledad y pobreza, se celebraba enredado en un olor amargo a Zotal que peleaba, todavía sin vencer, contra el orín de la botellona de anoche. Era un hombre aún joven y toda su vida se encerraba en una maleta marrón, dos bolsas de plástico con lo recogido en el mar de la necesidad y una barba delatora que conformaban, en aquella visión de lamparones y ojeras, una escena tan triste como real, habitual y cruel. Era un rincón escondido y húmedo, con musgo sobre las piedras y pulgas en el alma, con uñas negras y temor al frío de la noche que hoy, otra vez, llegaría sin piedad a sus huesos. Andaba tirado en la calle y en ella malvivía. Sin más futuro que el miedo, sin más miedo que su propio futuro.

Una cucharilla de plástico mendigada en un restaurante de comida rápida le servía para sacar de la latilla las delgadas anchoas que no tenían las calorías necesarias para pasar el día. Era sábado, 24 de diciembre, día de Nochebuena, y su menú lo completaba media palmera de chocolate pegada a una servilleta de bar que un niño recién salido del colegio había tirado a la papelera de vuelta a casa, harto de azúcares y caprichos, anhelando en la carrera de cordones sueltos su dosis de nuevas tecnologías.

El sol no había salido, tampoco hoy, para él. Su reloj vital parecía haberse detenido. El de la muñeca, también. Sin euro alguno para comer, tampoco había moneda para pilas de botón de litio. Pasaban las horas en su vida como pasan los minutos en las salas de espera. Lenta, pesadamente. Vagaban con él un par de ojos tristes, en sus manos se acunaba el temor futuro y por la espalda le empujaba al abismo la incertidumbre vestida de diablo.

Los diminutos lomos de aquella lata de anchoas se terminaron tan pronto que la felicidad, efímera como las cosas grandes, casi pasó de largo. El joven volvió a cerrar los ojos. Cuando un hombre cierra los ojos se está mirando hacia dentro. Una lágrima resbaló entonces por el trozo de mejilla antes de frenar en la barba. Se perdió aquella lágrima en una jungla de vello. Todo en él se estaba perdiendo, todo. Hasta las lágrimas.

Aún tenía cerrados los ojos cuando una voz le sacó de su escondite. Cerrar los ojos es una manera de dejar de ver la realidad. Los abrió con cierto temor, con el sobresalto de quien cree que nadie nunca le está prestando atención. Le hablaba un hombre de mediana edad, aseado, de ojos claros y mirada profunda. Era alto y su voz era dulce pero rotunda, distinta a todas las voces que había escuchado en su vida. Tenía barba, mejor cuidada, y cualquier mujer se habría enamorado de aquel aspecto.

—Alguien quiere verte, joven. Tienes que venir conmigo.

—¿Quién es usted? –el joven preguntó temeroso–.

—Eso no importa. Ven conmigo, hazme caso.

—No he hecho nada malo, de verdad que..

—Lo sé, lo sé –interrumpió el hombre– no tienes de qué preocuparte.

Salieron juntos del callejón pero, nada más aparecer en la calle San Luis, el joven dejó sus bolsas de plástico y la maleta en el suelo y observó que su acompañante no estaba. Había desaparecido como desaparecen las preocupaciones de un niño en los brazos de su madre, como por arte de magia. Había vuelto a quedarse sólo y no sabía –otra vez– lo que tenía que hacer. Conocía esa sensación de estar perdido. Posiblemente no había visto ni escuchado a nadie en el callejón y su cabeza le estaba empezando a fallar de tanto miedo, de tanto frío, de tanta soledad.

Miró hacia la derecha. No quiso caminar en aquella dirección porque sabía que al final de la calle vivía la Esperanza y a ella le había pedido demasiadas cosas desde que hacía un año tuvo problemas en casa y se vio en la calle. Decidió caminar hacia su izquierda, huyendo de la mirada de una Macarena a la que no quería molestar con más lágrimas.

Pero a la altura de San Luis de los Franceses, y cuando observaba al mismo niño de la palmera de chocolate que caminaba, ahora calle arriba, buscando la clase extraescolar de baloncesto, miró hacia el frente y vio venir a un hombre cabizbajo, casi hundido en el chaquetón y la pena. Esos andares eran familiares, tan conocidos que se quedó clavado mirando. Venía de frente el caballero con la cabeza enterrada entre los hombros.

Al joven se le cayeron las bolsas de una mano y la maleta de la otra. Cuando se encontraban de frente, apenas a dos metros el uno del otro, el hombre levantó la cabeza. Su rostro cambió tan bruscamente que sintió miedo a perder la vida en ese instante. Entonces, balbuceando, logró que se le escuchara…

—Hijo…

—¡Papá! –logró acertar el joven al tiempo que arrancaba a llorar–.

Se dieron un abrazo tan grande que parecieron fundirse en una sola persona. Las manos del hijo dejaron su huella de aceite de anchoas en la espalda del chaquetón y las lágrimas en la parte delantera. Se estaban clavando las cremalleras pero no les importaba abrirse el pecho en canal a ninguno de los dos. Había pasado un año. Y un año puede ser mucho tiempo.

—Todo olvidado, hijo, vamos a olvidarlo todo –pedía el padre mientras le acariciaba un millón de veces la cara sucia y poblada de barba–.

—Te quiero, Papá, perdóname, perdóname, perdóname…

—Nada, hijo, no hay nada que perdonar. Tsss, calla… calla…

A su alrededor seguía pasando la vida como había transcurrido en los últimos doce meses. Ajena al dolor de cualquier casa, de cualquier familia. Pero no les importaba. Había pasado un año desde aquella discusión que terminó con el niño marchándose de casa. Un año de cruce de orgullos y miedos. Un año sin hablarse.

—Papá, un hombre me dijo que alguien quería verme, me hizo salir a esta calle y…

—¡Dios mío! –exclamó el padre–. Yo estaba en la calle y un caballero con barba, alto, me indicó que hoy era el día, que yo debería venir a la Macarena… pero de repente lo perdí de vista.

Un nuevo abrazo selló el encuentro terminando de borrar las diferencias y los rencores. Decidieron irse juntos a la Basílica, a ver a la Esperanza.

Antes de entrar, llamaron a la madre y a la hermana que estaban en casa preparando las horas que ya no serían las más amargas de sus vidas.

Padre e hijo entraron en el atrio abrazados. Nada más llegar a las plantas de la Reina, se prometieron no volver a caer en el error de pelear, nunca más en sus vidas.

A la izquierda, en una capilla, la imagen del Señor de la Sentencia, con sus manos atadas, parecía sonreír. Era alto, de ojos claros y mirada profunda. De voz dulce pero rotunda, distinta a todas las voces, tenía la barba bien cuidada y cualquier mujer se habría enamorado de Él.

Autor: Víctor García-Rayo

Publicado en: El Correo de Andalucía


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