Carta Semanal del Arzobispo de la Archidiócesis de Sevilla, Monseñor Asenjo

11 enero 2014
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REVIVIR NUESTRO BAUTISMO

12, I, 2014

 Queridos hermanos y hermanas:

 Celebramos en este domingo la fiesta del Bautismo del Señor, acontecimiento trascendental que cierra la vida oculta de Jesús e inaugura su vida pública y que debió impresionar grandemente a los testigos del hecho hasta el punto de que los cuatro evangelistas lo narran. La razón es que esta teofanía maravillosa, en la que el Padre declara que Jesús es el Hijo bienamado, mientras el Espíritu Santo unge a Jesús en el comienzo de su ministerio público, es la prueba incontestable de su mesianidad y el refrendo de su divinidad.

El relato del Bautismo del Señor es además para los evangelistas la mejor explicación catequética del significado del bautismo cristiano, que Jesús inaugura en el Jordán. En este sentido nos dice San Máximo de Turín: “El Señor Jesús viene para ser bautizado y quiere que su cuerpo santo sea lavado en las aguas del Jordán. Alguien dirá quizá: si es santo, ¿por qué quiso ser bautizado?… Cristo es bautizado no para ser Él santificado por las aguas, sino para que las aguas sean santificadas por Él. Más que de una consagración de Cristo, se trata de una consagración de las aguas de nuestro bautismo”.

La fiesta del Bautismo del Señor evoca, pues, el día de nuestro bautismo, el día más importante de nuestra vida, fecha que todos deberíamos conocer y celebrar más incluso que el día de nuestro nacimiento físico, porque en ella fuimos purificados del pecado original y lo que es más importante, fuimos consagrados a la Santísima Trinidad, que vino a morar en nuestros corazones. En aquel día memorable recibimos el don de la gracia santificante, nuestro mayor tesoro, porque es la vida divina en nosotros, que nos permite formar parte de la familia de Dios como hijos del Padre, hermanos del Hijo y ungidos por el Espíritu.

En aquella fecha fuimos incorporados al misterio pascual de Cristo muerto y resucitado, sacerdote, profeta y rey, y en consecuencia, recibimos una participación de su sacerdocio real y de su condición de profeta, que nos habilitó y destinó al culto, a ofrecer sacrificios gratos a Dios por Jesucristo, y a testimoniarlo con obras y palabras. Al mismo tiempo, quedamos incorporados a la Iglesia, la porción más valiosa de la humanidad, la Iglesia de los mártires, de los confesores, de las vírgenes, la Iglesia de los héroes y los santos, que han dado la vida por Jesús y que nos estimulan con su ejemplo en nuestro caminar.

El recuerdo de nuestro bautismo en esta fiesta debe hacer brotar en nosotros un primer sentimiento: la gratitud al Señor que permitió que naciéramos en un país cristiano y en el seno de una familia cristiana, que en los primeros días de nuestra vida pidió para nosotros a la Iglesia la gracia del bautismo. Una segunda actitud es el gozo. Hemos de recordar ese día trascendental en nuestra vida con una profunda alegría interior. Un tercer sentimiento debe ser la responsabilidad. Todavía recuerdo con estremecimiento la pregunta valiente y vigorosa que el Papa Juan Pablo II hizo a los franceses en 1979, con ocasión de su primer viaje a Francia: “Francia, ¿qué has hecho de tu bautismo?”.

Es la misma pregunta que en este día todos nos debemos formular en la intimidad de nuestros corazones: ¿Qué hemos hecho de nuestro bautismo? ¿Es algo vivo, actual, que compromete nuestra vida de cada día o es el mero recuerdo de un suceso del pasado? ¿Vivo con confianza y alegría mi condición de hijo de Dios, Padre bueno y providente, que se preocupa de mí y me mira con ternura? ¿Mi vida está organizada como una respuesta a la alianza que sellé con el Señor en aquella fecha decisiva? ¿Soy consciente de que la gracia santificante es un tesoro que debo cuidar cada día? ¿Cultivo la amistad y la intimidad con el Señor? ¿Vivo con hondura la fraternidad, con la conciencia de que mis semejantes son también hijos de Dios y hermanos míos? ¿Vivo con gratitud, amor y orgullo mi pertenencia a la Iglesia, hogar cálido que me acoge y acompaña en mi vida de fe?

Con el Concilio Vaticano II os recuerdo que todos, sacerdotes, consagrados y laicos, estamos llamados a buscar y vivir la santidad, la exigencia más radical de nuestro bautismo: “Los seguidores de Cristo, llamados por Dios no en razón de sus obras, sino en virtud del designio y gracia divinos, y justificados en el Señor Jesús, han sido hechos en el bautismo… verdaderos hijos de Dios y partícipes de la divina naturaleza, y, por lo mismo, realmente santos. En consecuencia, es necesario que, con la ayuda de Dios, conserven y perfeccionen en su vida la santificación que recibieron” (LG 40). Este es mi deseo y mi mejor augurio para todos vosotros, queridos hermanos y hermanas, en los comienzos del nuevo año de gracia que el Señor nos ha concedido.

Para todos, mi saludo fraterno y mi bendición.

 + Juan José Asenjo Pelegrina

Arzobispo de Sevilla


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