La Macarena busca casa

Necesitaba tener una casa a la altura de su grandeza y reinado.
Años después de la guerra, Ella, como tantos y tantos españoles que habían sobrevivido a la más incivil de las contiendas, se puso a buscar casa. San Gil había ardido como dicen que ardieron códices, jardines y la plata de los cálices de los monasterios cuando los humos abatieron la cruz como fe para imponer una cimitarra de hierro. Malos días y años adversos para tantos y tantos españoles. Con la sangre brutalmente propagada, con una herida en la concordia, en la muerte y en la vida, con hambre en el estómago y en la barriga y sin más techo que una habitación adornada con los caliches del hambre e iluminada por una bombilla desnuda y canija. En aquellos años muchos españoles salieron a buscar un techo para cobijarse de tan duro temporal. Por San Gil sufrían la misma necesidad. Arcas desnutridas. Horizontes de algarrobas. Y una necesidad inaplazable: Esperanza, como le cantó Rodríguez Buzón, necesitaba un templo “con los honores que su Grandeza exigía”. Estamos en la agónica década de los cuarenta, la de los pucheros son gallinas, la de los panes negros, la de las cáscaras de naranjas como pura deconstrucción de la necesidad y la jambre. Qué magnífico bodegón de la miseria hubiera hecho Manolo Manosalbas con esa cámara que perpetúa el paladar de nuestra gastronomía. Esperanza también necesitaba un techo.
Y fue entonces cuando Sevilla empezó a movilizarse empujada por esa bendita mano invisible que distribuye esperanzas donde apenas hay sitio para el aire. Teresa Díaz donó es solar número 1 de la calle Bécquer –bendita sean las golondrinas de amor que durmieron en tu almohada- para allí comenzar las obras del nuevo templo. Dolores Somé Vázquez se plantó ante los ojos de su alegría y pena para decirte que si le ayudaba a encontrar techo por Pío XII le fregaba y limpiaba, rodilla en tierra, la iglesia entera. Y un apellido como el de Banús o el matrimonio Cisneros Carranza, como otros tantos que cedieron con gusto al empujón de la llamada, cayeron en las redes camaroneras para ayudar a la Esperanza a labrar su casa. Para que la Macarena, para que la Madre de Dios que vive en la basílica de la muralla norte, tuviera su casa en Sevilla. Como dicen que dijo Augusto tras su ambicioso proyecto urbano en Roma, por el Arco se pasó del ladrillo al mármol, de la cal al estuco. Y otra vez la voz de Rodríguez Buzón para explicarnos la alegría del esfuerzo macareno:
“que todo su amor cifró
en esta Virgen bendita
hasta alcanzar el honor
de convertir en Basílica
aquellos sencillos muros
desnudos, de cales lisas….”
Tiene este mes de octubre que ya agoniza una sonrisa permanente en los labios macarenos. Y en Sevilla entera. Porque justo en este mes de octubre los del terciopelo verde festejan el cincuenta aniversario de la Consagración del Templo y su posterior dedicación como Basílica en 1966. El esfuerzo, las fatiguitas, los sinsabores, las angustias y las incertidumbres cuajaron en la primera basílica sevillana. Claro que Esperanza iba a tener su casa a la altura de su reinado. Esa mano invisible que mueve siempre sus pasos, los que da en el silencio o los que da por abril entre cera y flores, en la apoteosis nocturna de romanos, calentitos y balcones donde arañarse la garganta con saetas de alfabeto gitano. Esa es la sonrisa que durante todo este octubre les ha colgado a los macarenos de los labios. ¿Qué diría hoy aquel albañil emboscado tras la tapia del anonimato que del jornal que ganaba construyéndole la casa a Macarena dejaba la mitad para labrarlo? En silencio. Sin que su gesto necesitara de clarines ni pregones. Desde la sinceridad de las misma asauras del amor, como tantos sentires macarenos diría lo que escribió el Orihuela:
“Mis ojos, sin tus ojos, no son ojos
que son dos hormigueros solitarios…”
J. Félix Machuca
Publicado en ABC de Sevilla el 26 de octubre de 2016