El pregón del azulejo por Francisco Robles

16 diciembre 2015
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Sonó la marcha de la Coronación. A la música le faltaban las horas de sueño, el cansancio de los clarinetes, el frío de la Madrugada colándose por el bostezo metálico de las cornetas. En la Basílica se cortaba el silencio. Un tipo joven a pesar de su experiencia se dirigió al atril después de que pasara la Macarena en el trío repetido de Gámez Laserna. Espigado y desmonterado. Como un torero nuevo en esta plaza. Así empezó la faena. Con la muleta en la izquierda. Se llevó al toro a los terrenos del 7. El siete siempre por delante. Anafórico, insistente. Todo se basa y se ciñe en esa cifra bíblica. Hasta su nombre: Alberto. Y el año de su nacimiento. Cosecha del 77. Cuando su equipo, el que viste como los nazarenos que forman en San Gil, se comió a los leones en el Calderón.

Siete son las letras del papel donde Alberto García Reyes escribió un pregón memorable: azulejo. Siete son las letras de ese azulejo donde alguien dibujó la Esperanza para que un niño de Puerto Rico se enamorara de aquella Virgen Bonita. Bonita con mayúscula. Es la advocación que le colocó aquel niño que ignoraba el nombre de aquella Muchacha que lo esperaba cada mañana en el azulejo ante el que se rendía. Pasaron los años. El niño vino a Sevilla. Y sin que nadie sepa explicar el porqué, el lunes 14 de diciembre se presentó en la Basílica sin saber que Alberto pronunciaría un pregón donde él sería el protagonista. El hilo conductor. Hilo de tisú. Hilo de manto camaronero. Hilo que cose las causalidades que tejen el manto insondable de la Macarena.

En el pregón hubo momentos para el ole y espacios para la reflexión. Hubo crujidos de barro vidriado y hubo soleares al compás único de Triana. Hubo metáforas dignas de estudio y repeluco. Hubo fragmentos de una hondura que sólo pueden igualar el Torre o Tomás. Hubo un momento en el que la palabra se fundió con la música. Fue cuando Lombo le cogió el testigo a su hermano Alberto para que el techo de la Basílica tronara con el pregón del aguaó. Dicen que en una sala de la casa londinense de Wellington se estremeció aquel viejo que pintó Velázquez. Y yo, que soy un escéptico sin cura, me lo creo.

Hubo lágrimas y hubo risas, porque ese pregón no fue más que un espejo por el que discurrió, apretada como en un verso de Caro Romero, la vida. Todo el tiempo de este mundo, y el del otro, se juntaron en ese tiempo sin tiempo de la poesía y de la emoción. El poeta se entregó. Con la femoral por delante. O la puerta grande por la que sale La Que Está En Tó, o la enfermería del ridículo. Se torea como se es. Sin trampa ni cartón. Sin medias tintas. Sin cuarto y mitad de verdades demediadas. Por derecho. Faltaba la estocada. Y el pregonero se la jugó. La Macarena está en toda la belleza que el hombre y la naturaleza han creado a lo largo de la historia. Ése es el hallazgo sublime y arriesgado. Ése fue el romance arrollador que todo se lo llevó por delante. Como si los cielos se desataran en un diluvio de palabras que nos ahogaron en el cristal del llanto.

Al final salió por la puerta que se abre en el tránsito del Jueves a la Madrugada. A hombros de un pregón memorable que quedará prendido en el alfiler del aire. Pasarán los años que tengan que pasar bajo el puente que cruza la Esperanza de la calle Pureza. La vida nos robará lo que somos y lo que fuimos. Pero hay algo que nunca podrá quitarnos el ladrón del tiempo. Yo estuve allí. Aquella noche de diciembre. Cuando se rompieron las aguas de la Esperanza. Cuando Alberto García Reyes se dejó la voz y la palabra en el pregón del azulejo.

Francisco Robles

Publicado en Pasión en Sevilla – 16 de diciembre de 2015


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