Bendita y alabada sea la hora….por NH. Fray Justo Díaz Villarreal, OSA.

12 octubre 2015
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El próximo seis de noviembre se cumplirán treinta y tres años de la visita de San Juan Pablo II a la mariana ciudad de Zaragoza. Ciudad mariana como nuestra Sevilla, que ha merecido dicho título por la firmeza y audacia apostólica con que proclamó, celebró y defendió el dogma inmaculista. Verdad de fe que en la Iglesia hispalense es celebrada por no pocos jubileos y solemnidades en este año. El pontífice polaco se autoproclamaba entonces “peregrino del Pilar” y enmarcaba dicho viaje como expresión de un antiguo anhelo suyo de postrarse como “devoto de María ante el Pilar sagrado”.

En aquella ocasión nos invitaba a los católicos de España y de todos los pueblos hispánicos, a contemplar el amor de María y el amor a María, puesto de manifiesto en miles de lugares y nombres de impronta marial. Lugares y nombres que son el testimonio concreto de la predilección y cuidados de la Madre del Señor por la Iglesia que peregrina en España e Hispanoamérica, sin perjuicio de ningún otro pueblo. Lugares que son focos de irradiación del evangelio dado por manos de Aquella que escuchaba la Palabra y la guardaba en su corazón (Lc 2, 51). Cada santuario mariano es un cenáculo donde la Iglesia ha perseverado, en bonanza como en prueba, junto con la Virgen Santísima, en la oración, en la Caridad y en la misión (Hch 1, 14).

Son también estos lugares, marcadamente marianos, centros de promoción de los sentimientos más nobles de las gentes de nuestras ciudades, pueblos y regiones. Donde convive lo autóctono con todas sus expresiones en el folclore y en la vida, y la capacidad humana de progreso y convivencia, caminando muchas veces en fraternas instituciones donde también se ejercita la vida litúrgica y el ejercicio de la Caridad, como sucede en nuestras Hermandades.

En su visita a Zaragoza nos decía el santo pontífice: “Esa herencia de fe mariana de tantas generaciones, ha de convertirse no sólo en recuerdo de un pasado, sino en punto de partida hacia Dios. Las oraciones y sacrificios ofrecidos, el latir vital de un pueblo, que expresa ante María sus seculares gozos, tristezas y esperanzas, son piedras nuevas que elevan la dimensión sagrada de una fe mariana. Porque en esa continuidad religiosa la virtud engendra nueva virtud. La gracia atrae gracia. Y la presencia secular de Santa María, va arraigándose a través de los siglos, inspirando y alentando a las generaciones sucesivas. Así se consolida el difícil ascenso de un pueblo hacia lo alto” (Zaragoza, viaje apostólico a España, 1982).

Cuando nuestra sociedad actual quiere situarse en una periferia superficial e infructuosa, la fe mariana invita al corazón, al núcleo, a una fe arraigada y firme como aquella sagrada Columna junto al Ebro, en torno de la cual vamos construyendo la vida de nuestros pueblos, de cada hombre y mujer de nuestro tiempo. La fe de María y la devoción a la Madre de Dios, da firmeza al anuncio misionero y a la tarea apostólica. Esto lo experimentamos en cada peregrinación o fiesta en honor de la Virgen Madre, o cuando se visita un templo suyo, como esta hermosa basílica del Rosario, donde la Madre de Dios tiene su casa en Sevilla bajo la queridísima advocación de la Esperanza Macarena.

La ciudad de Sevilla es ciertamente mariana, por las razones ya indicadas y por otros varios motivos, consagrados por los ya muchas veces seculares hechos históricos que los sustentan; y es mariana particularmente por ser fuente de marianidad hacia los pueblos originarios de la América española y de otros continentes. En efecto, desde las orillas del río con vocación de mar que es el Guadalquivir, partieron muchos corazones, unos elevando el lábaro de la Cruz y otros buscando riquezas, como se ha dicho, pero unos y otros portadores de la riqueza muchas veces insospechada de una filial devoción a Santa María. Semilla que una vez sembrada en la América que cree y reza en español, dio frutos de amor a la Señora, en tantos nombres que saben a Madre, a sencillez, a cuidados de hogar… a evangelio y, por lo tanto, a esperanza. Se puede trazar una geografía auténticamente marial: desde el sagrado Tepeyac a las tierras de los mapuches. Nombres variados y creativos que guardan el misterio de María y el amor de los pueblos por Ella, Reina y Señora: Guadalupe, Chiquinquirá, Caacupé, Luján, Copacabana, Suyapa, Quinche, Coromoto… Un recorrido estacional que encuentra su expresión artística en el retablo de la Hispanidad de la basílica macarena.

También desde su hermosa y señorial capilla de la catedral hispalense, templo patriarcal de la fe hispanoamericana, en los albores mismos de la evangelización de nuestros pueblos, la Madre del Señor mostró su solicitud materna en las tierras panameñas del Darién, bajo el nombre de la Antigua, madre de los navegantes y consuelo de los aventureros de las tierras recién descubiertas. Desde ese preciso momento y hasta hoy, no ha cesado el caudal de gracias de manos de la Virgen. La firmeza del Pilar de Zaragoza, el horizonte de la Esperanza cierta de un futuro según Dios y para Dios, es posible para muchos hombres y mujeres que en nuestros pueblos invocan hoy con rendida devoción a la Inmaculada Madre del cielo, con el nombre del ese pilar que nos hemos comido a besos o con una de esas tantas advocaciones que transmiten la misma confianza hacia la Señora y la comunión de tantos corazones.

Que esta fiesta de 2015, nos aliente a profundizar y afianzar nuestra fe; y que Ella, Madre de Misericordia, sea nuestra pedagoga al acercarnos a la vida y a cada hermano y hermana.

Bendita y alabada sea la hora en que María Santísima vino en carne mortal a Zaragoza.

Por siempre sea bendita y alabada.

Fr. Justo Díaz Villarreal, OSA.

Comunidad Ntra. Sra. de Gracia (Málaga).

Fray Justo Díaz VillarrealFotografías NHD. Francisco J. Narbona Soto


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