Mercedes de la Esperanza

26 julio 2017
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Los labios y las manos. Mercedes y Esperanza. Hay aquí una historia de Sevilla. De exilio geográfico. De devoción telúrica. Mercedes Alba, que tiene apellido de Esperanza por el Salvador, luces primeras de la Mañana, ha ido a besarle las manos a su Madre por el camino de la ascensión. La hermana mayor de San Gil, criada a la vera de la Virgen, la niña que vio cómo desclavaban el cajón donde la guardaron de las iras de los mezquinos, ha cedido su puesto porque estaba loca por ver el besamanos de diciembre desde la azotea. Y allí está cogiendo sitio ya, junto a la verdina de las lozas altas, que son el jardín en el que la Esperanza cultiva su verde de musgo y tisú, para que los que nos quedamos aquí levantemos la cabeza al verla pasar. Y la busquemos por algún rincón del techopalio, que es el cielo de los macarenos. Ha muerto Mercedes Alba, la mujer que más tiempo llevaba a la vera de La Que Manda, la que conocía cada alfiler de la Virgen porque los tenía clavados en la masa de sus recuerdos. Cuando Mercedes tuvo que irse al Protectorado, años convulsos de España, le pidió a su hermano que le pagara las cuotas. Y trasladó a la Esperanza hasta las entrañas del Islam, tan sevillanamente, como carrera oficial del Arco a la Giralda, en una humilde estampa que fue su camarín. Porque la distancia no es un concepto terreno. Es espiritual. Por eso Mercedes no se apartó jamás de su Virgen, de su tierra, de su muralla vieja, de aquella calle San Eloy que daba cobijo a los toreros en la pensión Lisboa, donde su dueño, Antonio Rengel, cantaba saetas por fandangos. Mercedes, que es plural de la Pasión y faro de los que somos cautivos de Sevilla, es uno de esos casos en los que la ciudad se pierde dentro de sí misma. Un grito de ida y vuelta. Se fue como un caracol, con la casa a cuestas, y volvió como Fray Luis de León: «Como decíamos ayer…». El tiempo en El Aiún, desierto del Sáhara, no secó jamás el manantial de su fe. Y cuando la invasión marroquí acabó con la colonización española a mediados de los setenta, aquello recibió el nombre de «Marcha Verde». Mayor exactitud, imposible. La marcha verde de Mercedes Alba fue definitiva. Se vino para siempre al verde. Éxodo inverso. Y le besó las manos a la Virgen de veras. Sin estampa. Por derecho. Aguantó la apisonadora de la historia de España sin apartarse nunca de su Madre. Hasta que la ley natural del tiempo la convirtió en la mujer que mejor la conocía, la más antigua, la que más veces había estado con Ella charlando de sus cosas, la que mejor explicaba el llanto risueño de la Muchacha, la que más años llevaba atrapada en las redes de su manto camaronero.

La muerte de Mercedes Alba es un latigazo de certeza macarena. Nosotros pasamos. Ella queda. Vamos desfilando por delante de su debilidad, recogiendo las lágrimas que desbordan sus ojos e inundan nuestras rutinas, creyéndonos que somos alguien. Y somos exactamente nadie. Somos una simple esperanza pasajera, esclava de la Esperanza Macarena, que exhortamos sus mercedes mientras besamos sus manos. Y los besos mueren, los labios enmudecen. Pero la que está en San Gil nos sentencia, a través de su Hijo, con las manos atadas a Dios, a la gloria de la Resurrección.

Publicado en ABC de Sevilla / El Fotomatón – el 26 de julio de 2017

Autor: NHD. Alberto García Reyes.

Fotografía NHD. Antonio Tirado.


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