La Macarena en Viena

16 noviembre 2017
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A veces cuando recorremos caminos y senderos, la vida nos ofrece lugares dormidos que proporcionan gran alegría al viajero o peregrino, tenemos la sensación de un tiempo detenido a la espera de algo. Caminos color naranja grabados a fuego en nuestra memoria. Viena lugar de encuentro de culturas que la han dotado de una trascendencia espiritual y cultural, acoge a todo aquel que se siente herido por la vida.

Recuerdos, vestigios y constatación de una ciudad, de un imperio, el Austrohúngaro, tristemente desaparecido que dio a Europa emperadores, reyes, reinas, artistas y literatos que se funden con los siglos, con la historia. Bosques, monasterios y palacios inolvidables y un río, el Danubio, que discurre feliz regando sus campos. En sus márgenes historias magníficas como narra magistralmente Claudio Magris en su obra Danubio.

La religiosidad austríaca se palpa en sus bellas iglesias barrocas, es sus abadías y monasterios medievales, como el de Santa Cruz, en las proximidades, cerca de Badén, es un lugar mágico, de belleza indescriptible donde perduran las casas construidas por la burguesía vienesa en el siglo XIX. Paseando por sus calles percibimos una elegancia natural en sus gentes que difícilmente encontramos en otros lugares.

Una tarde lluviosa caminábamos por la bella plaza de San Miguel Arcángel, visitamos la iglesia del mismo nombre, oímos la música de Mozart y al salir, con curiosidad, nuestros pasos se encaminaron hacia un romántico ángulo, una pequeña calle que salía de un bonito arco. Lugar exquisito, pero lugar también que nunca olvidaremos porque sobre el muro, rodeado de plantas de hiedra, oh sorpresa, nos encontramos un azulejo sevillano con la imagen de la Macarena, probablemente salida del taller de un artesano de Triana.

Inmediatamente pensamos en Sevilla, en la Virgen y rezamos en ese lugar tan distante de la basílica macarena, nos pareció estar en Sevilla y no en Viena. Allí pasamos un tiempo, intentamos saber quién la había llevado pero el resultado fue inútil, al parecer, un sevillano que vivió en los alrededores y que tuvo que abandonar la ciudad la dejó allí. Pensamos en Aristóteles quien afirmaba que el placer no se puede buscar, sino que sobreviene inesperadamente, como la amapola que crece sin ser llamada en el trigal. A veces nos pareció un sueño, algo no real, pero sentimos la amorosa presencia de un día, de unas horas, porque la Macarena ha dejado siempre una huella en aquel que la ve por primera vez. Caída la tarde y la luz tamizada llenaba de armonía el entorno porque todo lugar deja en la mente de aquel que lo visita un signo particular.

Apoyados en el dintel de aquella pequeña calle próxima a la catedral de San Esteban y a la biblioteca una de las más importantes de Europa.

Llenos de emoción pensamos en aquel otro azulejo de la Macarena que encontramos en Roma en la Vía Appia Antica. Colocada allí por una persona emparentada con la familia real española. Uno y otro trabajados a las orillas del Guadalquivir.

Suenan las campanas, en luz se apaga poco a poco, nos brillaban los ojos. Las nieves, los fríos invernales rodearán a la Virgen, las continuas lluvias mantienen el azulejo limpio, con sus brillo natural. En ocasiones el sol maduro de las primeras horas de la tarde traspasará los muros. Sorprendente gozo para el espíritu, un aleluya personal a la Sevilla del buen recuerdo. Es una buena terapia contar lo bueno que nos sucede. Como un humilde artesano del lenguaje que utiliza las palabras para contar cosas sencillas, cosas de cada día, al igual que el labrador utilizada la azada, o el pescador la red, sentimos la dulzura de la tarde. Cada paisaje, tiene su hora, ese día tuvimos una alegría, luego entramos en la lentitud de las cosas. Cuando sintamos los primeros cansancios, pensaremos en ese azulejo, porque ese rincón, será siempre ya un paisaje de nuestra vida.

Cada viaje nos interesa como centro y punto cultural de una nueva división del territorio, de la civilización. Como afirmaba Stendhal, recorrimos caminos alejados de los itinerarios comunes y nos encaminamos hacia la belleza. Hoy al regresar mantendremos en nuestra alma aquella inolvidable belleza sobre una tapia de color rojo.

Muchos son los monumentos que encierra la capital austríaca, pero este azulejo, este tributo andaluz a la ciudad, tiene algo de especial y nosotros lo incorporamos a la riqueza natural de Viena con la esperanza de que sean muchos los viajeros que lo encuentren.

Armonía entre el entorno y nosotros.

Autora: Dª Soledad Porras Castro. Profesora de la Universidad de Valladolid


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